Ayrton Senna

Ayrton Senna

Por Pablo Vignone

Veinticinco años.

Ya.

Gigantesca, la leyenda venció con amplitud a la epopeya. No le sacó una vuelta o dos, sino más bien quince años. Ayrton Senna corrió 161 Grands Prix de Fórmula 1 en algo más de una década, entre 1984 y 1994, una campaña que fue haciéndose formidable con cada hazaña. Su mito, en cambio, se prolongó dos veces y media más, después de que, un día fatídico, la curva de Tamburello, en Imola (Italia ) se convirtiera en el centro del mundo, un punto plano en el mapa de Europa alrededor del cual, un cuarto de siglo atrás, penduló el planeta.

Entonces, veinticinco años después de esa trágica muerte, la evidencia es inobjetable: Senna no solo ganó la carrera del olvido, sino que, como Carlos Gardel con su voz, cada día maneja mejor.
Mientras escribo, sobre este escritorio reposa uno de mis objetos más preciados. Acabo de sacarlo de la biblioteca, para repasarlo. Es un libro publicado en portugués, a fines de los ’80. “A face do genio”. Una biografía de Senna -incompleta, claro- que relata en detalle sus afanosos días de crecimiento en el automovilismo, pero que, lógicamente, carece del desenlace.

Pero para mí tiene un valor incalculable porque, en su primera página en blanco, se lee, desde hace más de 25 años, la siguiente dedicatoria: “PARA PABLO com estima Ayrton Senna, outubro 93”. En la solapa guardé una invitación (“estrictamente personal”) con la fecha de aquel encuentro. Miércoles 6 de octubre de 1993. Le quedaban menos de siete meses de vida. Nadie lo hubiera creído. Cuesta creerlo hoy.

¿Qué fue Senna para la historia del automovilismo mundial y, en particular para la Fórmula 1? Los historiadores se pondrán de acuerdo alguna vez, pero si hubiera que elegir ya a los cuatro máximos exponentes de la conducción deportiva, mi cuarteto lo incluiría junto a Tazio Nuvolari, Juan Manuel Fangio y Jim Clark. Sí, ya sé: no está Michael Schumacher, pese a sus siete títulos mundiales. Al cabo, los resultados forman parte de la evaluación pero no la agotan: también el legado, lo que representaron para generaciones, incluido el grado de comportamiento deportivo, deben formar parte de la estimación. Y Schumacher se aventuró demasiado por un camino que, es preciso reconocer, había abierto Senna. El de la omnipotencia rayana en el peligro.

¿Y por qué Senna fue parte de ese cuarteto y no, por ejemplo, Alain Prost, su archirrival? El brasileño fue en verdad una ráfaga de perfección, la puesta en escena más fiel de la obsesión en el automovilismo. Esa encarnación lo tornaba invencible. Comparte con los otros tres elegidos la idea de que, en estado de gracia, no solo era imbatible sino capaz de las hazañas más asombrosas. Su destreza en la proximidad del límite no tuvo parangón en su era, lo mismo que su intensidad para vivir la profesión de piloto. En cambio, Schumacher o Prost eran pasibles de equivocarse bajo una fuertísima presión.

Entre los tres ganaron prácticamente una de cada cinco carreras de la historia del Mundial de Fórmula 1 (que en abril llegaba al GP número 1000, en China), pero cualquier ejercicio mental (honesto) muestra que es mucho más sencillo recordar los grandes triunfos de Senna que los del alemán o los del francés. Anoten:

  • Estoril ’85, el primero de la cuenta, sacándole una vuelta a casi todos los rivales, con la pista inundada;
  • Detroit ’86, cuando tras perder dos veces la punta y sufrir luego una pinchadura, recuperó la vanguardia para ganar por medio minuto de ventaja;
  • Suzuka ’88, de pole a 14° a ganador y campeón del mundo: ni la caladura del motor en la partida pudo impedirlo;
  • Silverstone ’88, bajo un diluvio constante que atemorizó a Prost y la posibilidad de despistarse en cada giro;
  • Spa ’90, con pole, record de vuelta y de punta a punto con un dominio absoluto del circuito pocas veces visto;
  • Brasil ’91, con problemas en la caja durante el final que lo exigieron tanto que hubo que extraerlo del auto para llevarlo, exhausto, al podio;
  • Mónaco ’92, con seis últimas sensacionales vueltas por delante de Nigel Mansell que conducía un auto muy superior;
  • Interlagos ’93, dominando las circunstancias de una imprevisible lluvia torrencial, que provocaba trompos en plena recta, el día que Fangio lo felicitó en el podio;
  • Donington ’93, cuando pasó de quinto a primero en la vuelta inicial y humilló a Prost; Suzuka ’93, una dulce y larga batalla con el francés y un momento de zozobra con el debutante Eddie Irvine (que terminó a las piñas).

Así que valía la pena preguntarle…
—¿Usted es el mejor piloto del mundo?
—Me parece que todo piloto de Fórmula 1 cree en sí mismo, en su potencial, su talento, sus cualidades necesarias para vencer. Si no fuese así, sería imposible mantenerse en una atmósfera tan competitiva –admitía- Me parece que, después de haber ganado tres títulos, lo más importante es la forma en la que se gana, el estilo. En un mundo dónde la Fórmula 1 tiene tanta penetración y llega a tantos chicos y jóvenes, lo importante es transmitir un mensaje honesto. Yo siento una responsabilidad con los jóvenes. Por eso entiendo que lo importante es el estilo con el que se hacen las cosas.

Pero su estilo no siempre fue el más prolijo. Cuando su ambición por la victoria encontraba serias dificultades para alzarse con el éxito, entonces podía transformar en transgresión esa intensidad con la que vivía todo. Creía, honestamente, que Dios y la razón siempre estaban de su lado y si se sentía perjudicado por una injusticia, era capaz de tomar la ley del asfalto en sus manos. La largada del GP de Japón 1990, cuando chocó deliberadamente a Prost para asegurarse su segundo título mundial, es el ejemplo claro: había masticado su rabia un año entero… Sin embargo, no abusó de esa omnipotencia, ese derecho divino al éxito, como sí lo hizo Schumacher más tarde.

Referencia de comportamiento ético en el deporte, Jackie Stewart, tres veces campeón del mundo, nunca se creyó lo del estilo: “Senna siempre lo admitió: lo único que le importaba era ganar (…) Tuvo demasiados choques con demasiados pilotos. Eso mismo es lo que impide también considerar a Schumacher como el más grande de todos los tiempos”. Para el escocés, “Prost fue un piloto más completo que Senna”.

De las miles de anécdotas que retratan lo que era Senna como conductor, la que más me sigue gustando es la que refirió Peter Warr, el mítico team manager de Lotus y hombre de confianza de Colin Chapman, uno de los primeros de tantos en enamorarse del brasileño. Sintetiza la pasión de Senna, su eterna búsqueda de la perfección, la clase de talento que poseía.

Jerez, 1986. Con su Lotus-Renault Senna ya había marcado un tiempo más que holgado para ser pole, el calor subía, la pista empeoraba. “Podés bajar del auto, ya nadie te puede mejorar el tiempo”, le sugirió Warr por la radio. El escolta estaba a ocho décimas de segundo.

“Voy a esperar acá”, respondió. Pareció dormirse un cuarto de hora y a diez minutos del final de la tanda anunció que volvía a la pista. “No hay necesidad”, le recordó Warr. “Sí, pero estuve dando vueltas al circuito en mi cabeza y sé que puedo hacer un 21s9. Repasé lo que hice y sé dónde puedo bajar un par de décimas”.

Lo dejaron salir. Dio una vuelta muy rápida. Marcó 1m21s924. Un tiempo que bastaba para ser la segunda pole-position. Al día siguiente batió a Nigel Mansell sobre la raya por apenas 14 milésimas de segundo. Otra enorme victoria para sumar a su colección de joyas.

Una anécdota más:

“Ayrton me entregó una vez un sobre con 10.000 dólares, apostando que yo no podía comer un bol de chiles mexicanos. Antes de que pudiera retirar la apuesta, me devoré el lote. Era la cuarta vez que perdía una gran apuesta conmigo y, después de darme el sobre, me dijo que nunca iba a apostar conmigo otra vez. Me quedo con esta anécdota por dos razones: no era fácil de poner una sonrisa en su cara y menos aún cuando tenía que desprenderse de dinero. Eso sí, lo pagué caro durante los dos días siguientes…“ (Textual de Ron Dennis, el titular de McLaren en los años en que Senna fue campeón mundial)

Hace algo más de veinticinco años, me senté mano a mano con Ayrton, discúlpenme la familiaridad. Al patrocinante del brasileño le interesaba que yo, que era el especialista en la materia de la revista El Gráfico –por entonces, la revista argentina más famosa en el mundo, las páginas en las que todo el deporte se recreaba con excelencia- pudiera conversar con su piloto.

(Senna era muy popular en la Argentina y la memoria de su talento se mantiene fresca. “Creo que solo en Brasil o en Japón hay tantos o más hinchas de Senna que acá -me dijo su sobrino Bruno, expiloto de F-1, unos años atrás, cuando vino al país a correr en la Fórmula E- En Brasil, Fangio es muy popular, pero no sabía qué tanto podía serlo Senna en Argentina. Ya en el aeropuerto, en Migraciones, en la Aduana, comenzaron a identificarme, y en la pista la cantidad de hinchas de Senna que ví fue la mayor en toda la temporada”).

Conversamos durante una media hora, aproximadamente. En su lenguaje corporal no se leía arrogancia sino convicción. Sus modales eran suaves y su tono de voz, sin ser excesivamente amigable, no le tiraba autazos a las preguntas directas.

Después de un par de preguntas y respuestas, nos dimos cuenta que era más directo hablar en un portuñol sui-generis. Senna era un brasileño muy orgulloso de su acerbo pero sabía sacarle partido a su idioma: cuando giraba para poner a punto su auto de carrera, pensaba en inglés, para comunicar a sus ingenieros con mayor precisión sus sensaciones y lo que ocurría con el coche; sin embargo, cuando corría una vuelta rápida “funcionaba” en portugués, para liberar de cualquier atadura a su cuerpo, que trabajaba completo (piernas, brazos, manos, cerebro) en procura de la pole position.

Muchos creen que la vuelta más exquisita de la historia de la Fórmula 1 fue la primera del GP de Europa de 1993, en el anegado Donington.

Pero, indudablemente, la mejor vuelta de toda su campaña fue la que aseguró la pole-position del GP de Mónaco de 1988, tres décadas atrás. Con un tiempo de 1m23s998, le sacó casi un segundo y medio (1s427) de ventaja a su compañero Prost, que disponía de un chasis igual y los mismos motores, y 2s687 al tercero, Gerhard Berger (Ferrari). Esa vuelta resultó ser una experiencia más allá de los sentidos
—Usted dijo alguna vez que en una oportunidad, clasificando en Mónaco, había tenido una experiencia mística… -le pregunté aquel día.
—No fue una experiencia religiosa, sino una vivencia personal mía: sentí que estaba cumpliendo una performance por encima de lo normal, como si me estuviera desenvolviendo más allá de mi conciencia…

Senna sintió tan fuertemente esa espiritualidad que apagó el motor en los boxes y no condujo más ese día: “Me asusté porque me dí cuenta que estaba mucho más allá de lo que mi conciencia podía entender”, explicó con el tiempo.

Al día siguiente de aquella vuelta celestial, rifó una victoria imposible, una equivocación que lo llevó a considerarse en privado como “el idiota más grande del mundo”. Se puede ver aquello como una virtud: Senna no toleraba los errores, pero mucho menos los propios.

Ese Ayrton del ’93, sin embargo, era distinto al del ’88…

—¿Cuál es su máximo sueño?
—Mi sueño no está ligado directamente a mi vida profesional sino personal. Es que un día me case nuevamente, establecer una extensión de mi familia actual, tener hijos, saber qué es lo que hacen, qué les gusta, educarlos.
—¿Falta mucho tiempo para eso?
—No sé cuánto tiempo. Yo sólo sé lo que va a pasar. No cuando.

Lo definí en la entrevista como “el hombre que logró ser más importante que el auto de carrera, un personaje tan sencillo como hábil”. Ese hombre había cambiado: ya no era el lobo hambriento del comienzo de su campaña. Su archirrival Prost se retiraba de las pistas, robándole, de paso, la motivación; se había enamorado de una mujer 14 años menor, Adriane Galisteu, con quien pensaba vivir esa otra vida. Había ya en su radar cotidiano intereses que no fueran exclusivamente la Fórmula 1.

Pero Tamburello no estaba en sus cálculos.

Cuando se cumplieron dos décadas de la muerte de Senna, en 2014, Galisteu reveló que “Ayrton tenía tres deseos: Terminar su carrera en Ferrari, conocer Disneylandia y ser padre”.
Imola impidió que pudiera cumplirlos.

Transcribo una última pregunta de aquella entrevista, acaso la más significativa a la luz de lo inesperado, y una respuesta a la que no le sobra ni una coma.
—¿Nunca pensó que podía morirse arriba de un auto de Fórmula 1?
—La muerte forma parte de mi vida. Eso me preocupa, ciertamente. La diferencia entre mi trabajo, el de un piloto de Fórmula 1, y el de una persona más normal, es que a gente (la gente, la manera en que se nombra a sí mismo) aprende a vivir con el peligro de una forma más íntima, más natural. Ser consciente del peligro de salirme de pista, de lastimarme, de matarme, hace que establezca limitaciones, límites que procuro no superar, porque sé que de ahí en adelante –hace señas con sus manos, las mueve didácticamente delante de mis narices– el riesgo es demasiado. Por eso es muy importante tener siempre presente el riesgo, el umbral de la salud o el golpe.

Aquel 1° de mayo, más de medio año después de que esa entrevista fuera publicada, la noticia de la tragedia llegó hasta la Luna. Literalmente. Yo estaba en pleno desierto de Atacama, cubriendo un Camel Trophy, en el medio de la nada más absoluta, un auténtico paisaje lunar, a decenas de kilómetros de cualquier poblado. Aún así, la certeza de su partida alcanzó como un rayo a la caravana.

Muchos años más tarde, Pedro Lamy, uno de los pilotos que corrió aquel espantoso GP de San Marino, me admitió lo que todos imaginábamos. “Fue un período negro, el peor momento de mi vida. Yo tenía una relación con Ayrton, por el idioma. Creo que él murió instantáneamente en el accidente. Después de la carrera, todos nos decíamos ‘está bastante mal’, porque no queríamos aceptar lo que era evidente y nadie daba la noticia”.

Veinticinco años después, no se puede explicar qué ocurrió exactamente. El Williams que lo transportó a su muerte fue destruido por completo en marzo de 2002; el veredicto definitivo de la justicia italiana (que cerró definitivamente el caso en 2005, al considerarlo prescripto) no fue concluyente. “Honestamente, la verdad es que nadie podrá saber exactamente qué pasó”, opina hoy Adrian Newey, el diseñador de aquel auto, absuelto en la causa.

¿Cambiaría algo si se supiera? A nadie, nunca, se le ocurrió sugerir que Senna disparó con un error propio su inmolación. Pudo haber sido la barra de dirección, la baja presión de unos neumáticos fríos, las ondulaciones del asfalto o todo eso en conjunto.

Jamás Ayrton.

Hoy lo recuerdan desde una rodovia (la SP-070, en San Pablo) hasta un asteroide (el 6543, que orbita el sol cada 3,44 años). Y millones y millones de fanáticos en todo el mundo.

En los Grands Prix de Fórmula 1, los puestos de merchandising que más productos comercializan son el de Ferrari y, todavía, el que recauda a beneficio de la fundación Senna.

Sus restos descansan en el cementerio Morumbí, uno de los lugares más frecuentados por los turistas que pisan San Pablo. Es sencillo divisar su tumba: es siempre la que tiene más flores frescas.
¿Cómo no jurar que valió la pena?

Valeu, Ayrton.

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